El cumplimiento de un sueño
El cumplimiento de un sueño
Nací en Barcelona y ya de pequeño me impresionaban las altas torres del Templo de la Sagrada Familia, en mi mente se producía un prodigio: a veces veía una y otras veces veía cuatro. No había comprendido que una era la visión desde la calle Marina donde la perspectiva las solapaba y otra la de la calle Mallorca, dónde se veían las cuatro de la fachada del nacimiento en todo su esplendor. Después, cuando cursaba el bachillerato en el colegio de los jesuitas de la calle de Caspe, veía el milagro de crecer cada día la fachada de la Pasión. Más tarde en el COU estuve al caso de la polémica por la construcción del templo y sabía que tenía sabios detractores, pero sentía a la vez la emoción de vivir cotidianamente el crecimiento de una nueva catedral gracias a los donativos de los humildes. Supe que había conversiones como las de Josep María Subirachs que pasó de detractor a fiel continuador de la fachada de la Pasión. En la Universidad hice mi tesis de doctorado sobre el arquitecto Joan Martorell, maestro y mentor de Antonio Gaudí y entonces pude conocer más de cerca al genial reusense y comencé a profundizar en el sentido alegórico de su obra. Después he tenido muchas veces la ocasión de hacer lo que Gaudí hizo muy a menudo en vida: enseñar el templo. Es una basílica que necesita guía. Tengo la certeza de que si un día la Iglesia beatifica y canoniza a Don Antón –como era conocido en su tiempo- será el patrono de los guías turísticos. Muchas veces al acompañar al Templo a adultos o a jóvenes, a gente del país o a extranjeros he terminado repitiendo la frase que un año fue el lema de la colecta anual pro Templo: "qui digui que no s’acabarà mai, no coneix el nostre poble" (quien diga que no se acabará nunca no conoce a nuestro pueblo).
Todas estas vivencias se agolpaban en mi mente cuando el pasado domingo pude asistir a la consagración del Templo de manos de Benedicto XVI. Fue para mí –y estoy seguro que también para muchos- el cumplimiento de un sueño: la Sagrada Familia ya estaba cubierta, sus altas columnas, tal como un bosque de palmeras invitaban a mirar a lo alto y a descubrir la luz que, cenital, se filtraba por los óculos y, tamizada, llegaba a la nave a través de los vitrales de Joan Vila-Grau. Me causó admiración el original baldaquino con aquel Cristo casi desnudo que había elegido el propio Gaudí, aquel Cristo que con las rodillas flexionadas levanta esperanzadamente el rostro hacia Dios Padre con los racimos de uva, las espigas y las cincuenta simbólicas lámparas que lo circundan. Me agradaron los cuatro vítreos evangelistas de Domènec Fita. Pude abrazar a un emocionado Etsuro Sotoo, el escultor japonés que lleva treinta años trabajando en el templo tratando de mirar a dónde miraba Gaudí. Y me emocionó así mismo oír al Santo Padre predicar con sabiduría sobre la belleza, afirmando que hay que superar la escisión entre la belleza de las cosas y Dios como belleza. Y me emocionó oírle hablar en catalán, la misma lengua que indefectiblemente usaba Gaudí con las personas a quien acompañaba. Y todo en un ambiente gozoso, muy gozoso, con centenares de voces en los coros, que evocaban aquella Jerusalén celeste que es nuestra madre, dónde una multitud de hermanos nuestros ya alaba eternamente al Señor (Cf. el Prefacio de Todos los Santos). En un hermoso gesto de colegialidad, la unción del Papa fue acompañada de la que doce obispos, sucesores también de los apóstoles, hicieron en sendas columnas del templo. Fue bello también el momento en que el Cardenal Martínez Sistach mostraba a los fieles la bula que declara la Sagrada Familia basílica menor. Era como una merecida recompensa a aquel pastor que ha trabajado desde hace meses para que el sucesor de Pedro visitase a su grey.
Al terminar la solemne celebración bajé a la cripta y me detuve unos instantes a orar cerca de la tumba de Gaudí con la persuasión que desde la gloria “el arquitecto de Dios” exultaba en esta solemnidad.
Por la tarde hubo un complemento esperado: el Papa visitó la Obra benéfico-social del Nen Déu. Fue un acto entrañable: al símbolo del templo material se unía a los ojos del mundo el de las piedras vivas, los más pequeños de la sociedad, a los que Benedicto XVI, tal como un abuelo que visita a sus nietos el domingo por la tarde, sonreía y besaba. Una niña discapacitada nos recordó a todos que también los disminuidos tienen un corazón capaz de amar. Luego el Papa, ya de partida en el aeropuerto del Prat, ante los Reyes y los notables de España, sintetizó como buen profesor universitario los dos símbolos de la Barcelona de hoy en la fecundidad de la misma fe: una alabanza en piedra a Dios y una institución eclesial de carácter benéfico social de la cual bendijo una primer sillar para un nuevo edificio ¡Qué hermosos sueños hechos realidad!
Jaume Aymar Ragolta
(publicado en Vida Nueva, 12/11/2010, p. 66)
Nací en Barcelona y ya de pequeño me impresionaban las altas torres del Templo de la Sagrada Familia, en mi mente se producía un prodigio: a veces veía una y otras veces veía cuatro. No había comprendido que una era la visión desde la calle Marina donde la perspectiva las solapaba y otra la de la calle Mallorca, dónde se veían las cuatro de la fachada del nacimiento en todo su esplendor. Después, cuando cursaba el bachillerato en el colegio de los jesuitas de la calle de Caspe, veía el milagro de crecer cada día la fachada de la Pasión. Más tarde en el COU estuve al caso de la polémica por la construcción del templo y sabía que tenía sabios detractores, pero sentía a la vez la emoción de vivir cotidianamente el crecimiento de una nueva catedral gracias a los donativos de los humildes. Supe que había conversiones como las de Josep María Subirachs que pasó de detractor a fiel continuador de la fachada de la Pasión. En la Universidad hice mi tesis de doctorado sobre el arquitecto Joan Martorell, maestro y mentor de Antonio Gaudí y entonces pude conocer más de cerca al genial reusense y comencé a profundizar en el sentido alegórico de su obra. Después he tenido muchas veces la ocasión de hacer lo que Gaudí hizo muy a menudo en vida: enseñar el templo. Es una basílica que necesita guía. Tengo la certeza de que si un día la Iglesia beatifica y canoniza a Don Antón –como era conocido en su tiempo- será el patrono de los guías turísticos. Muchas veces al acompañar al Templo a adultos o a jóvenes, a gente del país o a extranjeros he terminado repitiendo la frase que un año fue el lema de la colecta anual pro Templo: "qui digui que no s’acabarà mai, no coneix el nostre poble" (quien diga que no se acabará nunca no conoce a nuestro pueblo).
Todas estas vivencias se agolpaban en mi mente cuando el pasado domingo pude asistir a la consagración del Templo de manos de Benedicto XVI. Fue para mí –y estoy seguro que también para muchos- el cumplimiento de un sueño: la Sagrada Familia ya estaba cubierta, sus altas columnas, tal como un bosque de palmeras invitaban a mirar a lo alto y a descubrir la luz que, cenital, se filtraba por los óculos y, tamizada, llegaba a la nave a través de los vitrales de Joan Vila-Grau. Me causó admiración el original baldaquino con aquel Cristo casi desnudo que había elegido el propio Gaudí, aquel Cristo que con las rodillas flexionadas levanta esperanzadamente el rostro hacia Dios Padre con los racimos de uva, las espigas y las cincuenta simbólicas lámparas que lo circundan. Me agradaron los cuatro vítreos evangelistas de Domènec Fita. Pude abrazar a un emocionado Etsuro Sotoo, el escultor japonés que lleva treinta años trabajando en el templo tratando de mirar a dónde miraba Gaudí. Y me emocionó así mismo oír al Santo Padre predicar con sabiduría sobre la belleza, afirmando que hay que superar la escisión entre la belleza de las cosas y Dios como belleza. Y me emocionó oírle hablar en catalán, la misma lengua que indefectiblemente usaba Gaudí con las personas a quien acompañaba. Y todo en un ambiente gozoso, muy gozoso, con centenares de voces en los coros, que evocaban aquella Jerusalén celeste que es nuestra madre, dónde una multitud de hermanos nuestros ya alaba eternamente al Señor (Cf. el Prefacio de Todos los Santos). En un hermoso gesto de colegialidad, la unción del Papa fue acompañada de la que doce obispos, sucesores también de los apóstoles, hicieron en sendas columnas del templo. Fue bello también el momento en que el Cardenal Martínez Sistach mostraba a los fieles la bula que declara la Sagrada Familia basílica menor. Era como una merecida recompensa a aquel pastor que ha trabajado desde hace meses para que el sucesor de Pedro visitase a su grey.
Al terminar la solemne celebración bajé a la cripta y me detuve unos instantes a orar cerca de la tumba de Gaudí con la persuasión que desde la gloria “el arquitecto de Dios” exultaba en esta solemnidad.
Por la tarde hubo un complemento esperado: el Papa visitó la Obra benéfico-social del Nen Déu. Fue un acto entrañable: al símbolo del templo material se unía a los ojos del mundo el de las piedras vivas, los más pequeños de la sociedad, a los que Benedicto XVI, tal como un abuelo que visita a sus nietos el domingo por la tarde, sonreía y besaba. Una niña discapacitada nos recordó a todos que también los disminuidos tienen un corazón capaz de amar. Luego el Papa, ya de partida en el aeropuerto del Prat, ante los Reyes y los notables de España, sintetizó como buen profesor universitario los dos símbolos de la Barcelona de hoy en la fecundidad de la misma fe: una alabanza en piedra a Dios y una institución eclesial de carácter benéfico social de la cual bendijo una primer sillar para un nuevo edificio ¡Qué hermosos sueños hechos realidad!
Jaume Aymar Ragolta
(publicado en Vida Nueva, 12/11/2010, p. 66)
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